viernes, 27 de febrero de 2009

Más de Blushes. More pics from Blushes









No conozco el nombre de esta chica, pero es una chica preciosa.

I do not know the name of this Blushes' girl, but she is pretty.

martes, 24 de febrero de 2009

Fotos de Blushes. Pics from Blushes














































Blushes, Janus, Kane y Roué son las revistas mejores británicas de disciplina inglesa. Adjunto una selección en color de las mejores "alumnas", aunque evidentemente la mayoría de las fotos buenas (y la mayoría de las colecciones eran en blanco y negro). Comienzo con una esposa castigada por el jefe de su marido, Sra, Nicola Redway.

Blushes, Janus, Kane and Roué are the best spanking and English Discipline. Attached you cand find a selection in color of some of the best "pupils", although most of the full collections are in black and white. I started with a wife punished by the boss of her husband, Miss Nicola Redway.

UN DURO FIN DE SEMANA I

Una chica de fuera de Madrid

Guillermo había conocido a María, así se llamaba, a través de un foro BDSM que proliferan tanto hoy en día. Ella vivía en Barcelona; y, antes del encuentro, pocos datos más sabían mutuamente sobre su pasado.

María vino a Madrid por motivos de trabajo y quedó con Guillermo a tomar un café. No tuvieron mucho tiempo para conocerse durante las dos horas escasas que duró esa primera toma de contacto.

Se despidieron y durante cierto tiempo Guillermo no supo nada más de ella.

Un buen día le llamó y le comentó que vendría otra vez a Madrid durante un fin de semana, ya que había un par de exposiciones pictóricas que quería ver, principalmente una de paisajistas flamencos en el Thyssen, y le preguntó si quería verlas con ella. Guillermo le preguntó si tenía sitio para alojarse y le ofreció su casa, ya que tenía una habitación de invitados. María le respondió que prefería alojarse en un hotel y que llegaría el viernes por la tarde, más o menos a la hora de la cena. Guillermo la invitó a cenar ese día en un restaurante donde le conocían y que estaba cerca del hotel donde ella se alojaría. María accedió.

UN DURO FIN DE SEMANA II

El encuentro

Él acordó con María que pasaría a recogerla por la recepción del hotel el viernes a las 9 de la noche. Su vuelo se había retrasado y, aunque llegó a las 8:45 al hotel, no solamente subió a la habitación para dejar la maleta, algo que Guillermo hubiese entendido, sino que prefirió darse una ducha y arreglarse para la cita. Bajó con diez minutos de retraso a la recepción del hotel. Le dio dos besos, pero no se excusó por ser impuntual.

María estaba esa noche particularmente jocosa. Durante la cena no dejó de ironizar sobre las relaciones entre mujeres y hombres; e intentó, sin éxito, que él se enfadase con ella por expresiones que dijo delante de los camareros que le conocían: “el caballero manda”, con respecto a la elección del vino, o como “¡caray, como se alimenta el niño!”, cuando él pidió un postre después de haber comido un buen solomillo de carne argentina.

Al salir del restaurante fueron a tomar una copa. En el coche, del restaurante al pub, María siguió tratando de desatar la ira de Guillermo y le preguntó “¿he sido muy mala en el restaurante?”. Cuando Guillermo le respondió que los trucos que había utilizado esta estaban muy vistos, notó una cierta rabia, mezcla de orgullo y de desafío en sus ojos. No obstante, su respuesta consiguió el objetivo deseado; ya que, durante el resto del tiempo hasta que Guillermo la dejó en el hotel, hablaron sobre sus vidas y sus gustos, pero ella no le siguió desafiando. Sobre la una de la madrugada él la dejó en su hotel.

Al día siguiente quedaron a las 10:00. Fueron a desayunar algo y después realizaron las visitas previstas a las exposiciones. Comieron algo rápido y él le comentó que tenía planeado ir por la tarde a Toledo, a tomar un café en la terraza del Parador, desde donde se puede observar una vista completa de la ciudad. María le respondió que prefería ir a ver una obra de teatro en la sesión vespertina. A Guillermo no le hubiese importando cambiar sus planes si no fuese porque no había reservado entradas y en Madrid es casi imposible reservar buenas entradas si no es con bastante antelación. María no le había comentado a Guillermo su deseo de ir al teatro en tono desafiante, sino simplemente expresando su preferencia en ese momento. En Toledo María dio la impresión de pasárselo bien y de disfrutar de la visita. No obstante, cuando regresaron, como había un cierto atasco de tráfico a la entrada de Madrid, ella comenzó a protestar diciendo que hubiese sido mejor ir al teatro, aunque dejó en seco de hacerlo cuando él rió de forma irónica. Ella sabía que esa risa no le beneficiaba.

Tomaron una merienda-cena en un centro comercial con salas de cine y entraron a las 10 de la noche a ver una película. Cuando terminaron Guillermo la volvió a dejar en su hotel.

Al mediodía del día siguiente María regresaba a Barcelona. Al ser domingo los dos deseaban dormir un poco más y no quedaron hasta las 11:30. Les dio tiempo, aun así, de realizar una visita al Museo Sorolla y admirar como este pintor retrataba el colorido del mediterráneo y el costumbrismo de la época en que vivió.

Guillermo la llevó al aeropuerto y se despidieron.

El lector ha podido observar hasta ahora que, a pesar de ser un relato de los mal denominados eróticos, no ha habido hasta ahora ninguna referencia a la sesión de disciplina inglesa con la que Guillermo “educó” a María. La razón es muy simple, lo mismo que Guillermo había avisado a María previamente que no llegaría a saber el momento en que comenzaría ni los motivos que le motivarían a ello, tampoco yo deseo que los lectores lo sepan. Además, cuando el lector acabe el relato se quedará con la duda también de cual de las dos fue la noche que María y Guillermo pasaron juntos y si hubo o no relación sexual además de la sesión de disciplina inglesa.

UN DURO FIN DE SEMANA III

En el hotel

En un momento determinado del fin de semana, Guillermo tomó la decisión de que había llegado el momento para María de probar su mano mientras le relataba la larga lista de faltas que había cometido por correo electrónico y también en persona. En uno de los momentos en que iban en el coche Guillermo preguntó a María abiertamente si había venido vestida tal y como le había ordenado. Ella se puso nerviosa, algo excitada y ruborizada, mientras le contestaba que sí, pero que no la llevaba puesta y que la tenía en la maleta en su habitación del hotel. En ese momento él se enfadó y le comentó que tenía la obligación de llevarla puesta en todo momento.

El dirigió el vehículo al hotel de María y subió con ella a la habitación. María había puesto la ropa interior en los cajones del armario de la habitación. De uno de ellos sacó unas bragas blancas de algodón y un sujetador a juego del mismo color.

María se dirigió al cuarto de baño para ponérselos, cuando sintió los brazos de él deteniéndola mientras le decía “¿a dónde vas?”. Sin darla tiempo a responder, Guillermo le ordenó “¡te la vas a poner aquí mismo delante mía!”. María tenía puesto en ese momento un vestido azul de tiras y que tenía la la cremallera detrás. María giró su brazo para alcanzar su mano con la cremallera, “¿qué haces?, ¡ni se te ocurra!”, le dijo él al tiempo que le ordenaba que pusiese las manos sobre la nuca. Se puso detrás de ella y le susurró al oído “tienes mucho que aprender, y lo primero es a no realizar ningún movimiento hasta que te lo ordene”. Guillermo le susurró esas palabras mientras le bajaba la cremallera del vestido. Se volvió a colocar frente a ella y le ordenó que bajase los brazos.

María estaba seria. Él todavía no sabía en ese momento si María se ponía seria ante lo desconocido, o ante la lucha interna que tenía entre el deseo de no aceptar la situación y revelarse ante él, y las ganas que tenía de aceptar sus órdenes. En todo caso cualquiera de las dos razones producía en ella una excitación que transmitía a través de sus ojos.

Cuando bajó los brazos Guillermo el ordenó “¡ahora quítate el vestido y cámbiate de ropa interior!”. Deslizó las tiras del vestido por sus hombros y el vestido cayó a sus pies dejando una visión perfecta de su cuerpo. La verdad es que a Guillermo no le desagradó la ropa interior que llevaba María en esos momentos, pero el hecho de que ella aceptase que no había obedecido sus órdenes fue el motivo por el que él ni siquiera lo mencionó. “¡cámbiate primero el sujetador!”. “¡No!, me da corte”, respondió ella. “María, ¡pon de nuevo las manos en la nuca”, ella obedeció. Él se acercó y se colocó a su costado izquierdo. Puso suavemente su mano izquierda justo debajo del ombligo de ella para impedir la reacción natural de su cuerpo hacia adelante y, ¡plas”, con la mano le dio un sonoro cachete en su nalga derecha; María no musito ni siquiera un ¡Ay!. “Ahora, haz lo que te acabo de ordenar, ¡cámbiate el sujetador!”. María obedeció, desabrochó el corchete de su sujetador y se lo quitó, dejando al aire unos pechos magníficos, cuyos pezones estaban ya queriendo salirse del aura que los rodeaba. Guillermo le acercó el sujetador blanco que se iba a poner y le ordenó que se lo pusiera. Ella obedeció.

Él se volvió a colocar en frente de ella. “¡Ahora las bragas!”, le dijo. María no protestó esta vez, pero dudó un instante antes de llevar sus dedos al borde superior de sus bragas. “¡Quieta!”, le dijo él, “comprendo que te de corte cambiarte delante de un hombre al que todavía no conoces lo suficiente”. María se sintió aliviada y pensaba que Guillermo le iba a dejar terminar la tarea encomendada en el cuarto de baño. Pero él le ordenó “¡date la vuelta y cámbiate ya las bragas de una vez!”. Esta vez María obedeció rápidamente, deseando que Guillermo prácticamente no pudiese ver nada de lo que la parte de abajo de su cuerpo le ofrecía. Que equivocada estaba. Se quitó velozmente las bragas que llevaba, pero no se percató de que Guillermo había puesto las bragas blancas que ella se tenía que poner sobre la silla supletoria que estaba precisamente al lado de él. Cuando se dio cuenta de la situación María se estremeció, se quedó parada, sin saber que hacer. Ni siquiera se volvió hacía él para preguntarle con su mirada. Guillermo recogió las bragas blancas y se fue hacia ella. Él se colocó detrás de María y le puso las bragas ordenándola que subiese primero una pierna y luego la otra. Guillermo le subió las bragas muy lentamente y se las colocó delicadamente rozando su piel con sus dedos. Cogió el vestido de María, le ayudó a colocárselo y le subió la cremallera. “¡coge el bolso y vámonos!”, le ordenó.

En los primeros momentos, cuando volvieron al coche, María estaba callada, no decía nada. Estaba expectante por ver donde se dirigía Guillermo y pensó que iba a llevarla a su casa para comenzar la sesión. No fue así, y Guillermo la llevó a ver otra de las exposiciones que no había podido ver antes de ir al hotel. Poco a poco María fue recuperando el habla y volvió a mostrarse jovial y divertida, aunque no osó realizar ningún comentario sobre lo acontecido en el hotel.

UN DURO FIN DE SEMANA IV

La sesión

La noche de su llegada, María ya había conocido la casa de Guillermo en una visita muy rápida.

No obstante, cuando llegó el momento de la sesión, Guillermo había preparado su casa de tal forma que ella sabría que había llegado el momento. Simplemente, había hecho la cama y había dejado la vara de ratán sobre la misma. Además, había puesto una de las sillas del comedor en medio de la habitación que le servía de despacho, la misma en que tenía el ordenador.

Llegaron a su casa y Guillermo logró aparcar en la calle, justo al lado del portal. María sabía que Guillermo tenía el garaje cerca de su casa y, si él lo hubiese guardado en el mismo, María hubiese sospechado que la estancia iba a ser más larga de lo que esperaba. Cuando salieron del coche, María bromeó diciendo “¿no será este el momento?, porque sería patético por tu parte”. “Esa frase la dirías en cualquier momento en que vengamos aquí”, “así que no voy a perder el tiempo en contestarte”, le respondió él.

“Espérame en la cocina mientras voy a buscar lo que nos tenemos que llevar”, le dijo Guillermo cuando entraron en el recibidor. “María, ven aquí un momento”, le dijo. Guillermo había entornado la puerta de su habitación para que no pudiese ver la vara encima de la cama, aunque realmente no valió de mucho, ya que cuando María vio a Guillermo sentado en la silla en medio del despacho supo que había llegado el momento.

Sin dar tiempo a Guillermo a decir nada, María comenzó a protestar, “pero, ¿qué he hecho?, si te he obedecido en el hotel y no he hecho nada”. “¡Vuelve a poner las manos en la nuca!”, le ordenó él. “¡No!”, se negó ella, “si me vas a dar la azotaina, dámela ya, pero no tienes ningún motivo”. ¡Te he dicho que pongas las manos en la nuca!, volvió a repetir Guillermo esta vez en un tono muy enfadado. Esa vez ella obedeció. Estaba claro que no era el momento que más le apetecía a María porque sabía que se iba a perder una de las visitas culturales que tenían planeadas, pero ella en el fondo se sentía excitada porque no había podido prever el momento y sentía doblegada su voluntad a la de él.

Guillermo le realizó a María varias preguntas sobre qué opinaba de una serie de reacciones suyas con respecto a él, tanto durante el tiempo que llevaban juntos ese fin de semana, durante las dos horas que duró su primer encuentro, y también sobre una serie de frases contenidas en los correos electrónicos que se había intercambiado. María no supo contestarle, ni probablemente quería darle ninguna explicación convincente, ya que sabía que lo había hecho a propósito para molestarle.

“María, ¡baja los brazos y ven aquí a mi costado!”. María se puso al lado derecho de Guillermo y con la mirada cabizbaja no quiso ni siquiera mirarle a los ojos. Guillermo cogió la mano de María con su mano y apoyó la otra en la espalda de ella para ayudarla a inclinarse al tiempo que le ordenaba “¡sobre mis rodillas!”.

Cuando Guillermo la tuvo bien colocada sobre sus rodillas, le subió el vestido por encima de las nalgas. Él no le dijo nada más, ni frases como “entiendes que te tenga que castigar”, “has sido una niña mala”, ni otras frases hechas que se dicen en una relación maestro-alumna o amo-esclava como se suele decir. Ya le había relatado la lista de incorrecciones que ella había cometido; así que Guillermo le preguntó sin mas: ¿estás preparada?. Él no esperaba de María una respuesta positiva o negativa, ya que su pregunta era también una frase hecha, pero María se apresuró a responderle que sí. “Sí, ¿qué?”, le preguntó Guillermo enfadado. “Sí, mi maestro”, respondió ella. “¡Plas!, ¡plas!, ¡plas!...”, aun con la bragas cubriéndole sus nalgas, Guillermo le propinó unos buenos azotes.

Guillermo paró de azotar a María todavía con las bragas blancas puestas a los cinco minutos. Su mano y las nalgas de ella, a pesar de no haber sido muy duros esos primeros cinco minutos, necesitaban un descanso. La mano de Guillermo descansó unos segundos abierta sobre sus bragas y, después, sus dedos jugaron durante casi un minuto con los bordes de la prenda interior de María. Casi a continuación ya con la mano entera, Guillermo apretó, casi amansándole, los glúteos de ella.

María pensó que ese era el momento en que Guillermo le iba a bajar las bragas y sintió una gran excitación. Pero no fue así. Después de dar un respiro a su cansada mano, él prosiguió con los azotes con las bragas puestas, “¡plas!, ¡plas!, ¡plas!...”, esta vez un poco más fuertes.

“¡María, ponte en pié!”, le ordenó Guillermo. “¡Ahora, cara a la pared y con las manos en la nuca”, le indicó. Él se levantó de la silla, ya que le empezaba a cansar la posición y fue a la cocina a beber un vaso de agua. “¡Ni se te ocurra moverte!”, le ordenó desde la cocina.

Cuando Guillermo volvió al despacho, se dio cuenta de que el vestido de María había caído sobre sus piernas más de lo debido. Ella lo había bajado. Él no le dijo nada, ni la recriminó por ello. Le subió el vestido y, de la misma forma que había hecho en el hotel pero esta vez más fuerte, le propinó unos cuatro o cinco azotes de pié, intercambiando esta vez un azote en cada una de las nalgas de María.

Durante el tiempo que llevaban de sesión, María no había llorado, ni siquiera había protestado mucho, tal vez algún gemido. Sin haber soltado todavía una lagrima, tenía, eso si, los ojos acuosos en una mezcla de dolor, humillación, excitación y placer.

Guillermo se volvió a sentar sobre la silla y ordenó a María que se diese la vuelta. “¡Ahora entrégame tus bragas!”, le ordenó. María se quedó dudando unos segundos sobre qué significaban esas palabras, pero reaccionó rápidamente sacándoselas con prisas, agachándose a cogerlas, y alargando su brazo para entregárselas. “¿Tu te crees que se entregan de esa forma, arrugadas?”, preguntó él. “¡Perdón!, ¡perdón!”, respondió María. “¡Vuelve a entregármelas como es debido!”, le dijo él mientras le devolvía su prenda interior. María las dobló con delicadeza y cuando se las iba a dar de nuevo, Guillermo le ordenó que las dejase sobre un pequeño mueble auxiliar que tenía en el despacho. Cuando había acabado esta tarea él le ordenó que se colocase de nuevo sobre su regazo.

Durante los pequeños paréntesis de la tercera tanda de azotes, María estaba excitadísima y se estremecía cada vez que la mano de Guillermo le acariciaba porque él se iba acercando a proposito, sin tocarlas, a sus zonas intimas para demostrar a María que él tenía el control y que María se diese cuenta de que ella no decidía cuando quería gozar, sino la mente y la voluntad de Guillermo.

Cuando Guillermo se cansó de azotar sus nalgas desnudas, le ordenó que se levantase. “¡María, vete al cuarto de baño, abres el mueble que hay debajo del lavabo y encontrarás una cesta con unos cepillos del pelo, trae el que tiene el mango de madera!”. En ese momento María ya había soltado más de una lágrima, pero no había vuelto a revelarse desde el comienzo de la sesión. Sin embargo, esta vez María si volvió a protestar, aunque sin la energía de la primera vez, casi sin convicción. Cuando volvió después de haberle obedecido, María dijo: “No, con el cepillo no, por favor”. No le valió de nada, Guillermo volvió a ponerla sobre sus rodillas y le aplicó unos cuantos golpes con el mango de madera del cepillo. No fueron muchos, pero justo los suficientes para incrementar el rojo de sus nalgas hasta el nivel que él deseaba.

Cuando terminó la tanda de cepillo, le ordenó que se pusiera de pié y que se quitase el vestido. Ella obedeció velozmente.

“¡María!, la única elección que puedes hacer en esta sesión es la postura en la que vas a recibir los azotes con la vara”, le dijo Guillermo al tiempo que comenzaba a describirle tres de las posturas típicas para que ella eligiese. María no eligió ninguna, respondió a Guillermo que era su obligación de sumisa aceptar la que él prefiriese. En ese momento, Guillermo fue claramente consciente de que ella estaba completamente entregada a su voluntad y de que había alcanzado su objetivo en la educación de María. No obstante, Guillermo sabía perfectamente que con esas palabras María pretendía que él eligiese la postura donde los varazos fuesen más llevaderos y que no se los aplicase con fuerza; es decir, que él fuese benévolo. Guillermo colocó unos cojines altos sobre la cama de su dormitorio y ayudó a María a colocarse estirada en la misma y con los cojines debajo de su estomago, casi en su pubis. Le puso también una almohada para que pudiese apoyar la cabeza y le ordenó que la abrazara, que la mordiese si el dolor era muy fuerte.

“¿Estás preparada?”, le preguntó. Esta vez ella dijo un par de nos con un hilo de voz que, evidentemente, Guillermo interpreté como un sí. María le había dicho previamente por correo electrónico que no entendía la dominación como dolor y que lo de la vara no creía que le fuese a convencer, aunque todo era cuestión de probarlo.

Dejó pasar unos segundos y, “¡Zas!”; el primero se lo aplicó muy suave, mediante un leve movimiento de su muñeca hacía abajo para hacer que la vara casi cayese por su propio peso. Este primer varazo no dejó sobre la piel de María ni siquiera una leve marca. Guillermo le había recordado a María, aunque ella lo sabía, que la intensidad no iba a depender del orden numérico y que los más duros podrían llegar antes o después. “¡Zas!”, en el segundo Guillermo utilizó todo el brazo de arriba abajo con una fuerte intensidad que laceró las nalgas de María después de que ella las hubiese contraído un poco al oír el silbido previo. “¡Aaahhh!”, ¡ese ha dolido mucho!, ¡eres un sádico!, ¡esto no es lo que habíamos acordado!, ¡me voy!”, dijo María llorando mientras pegaba un salto de la cama y se ponía en pié para intentar salir de la habitación con la intención de ponerse su ropa y marcharse. Guillermo la paró bruscamente y la abrazó intensamente. Ella intentó escabullirse y no pudo. Guillermo la abrazaba con fuerza, pero sin hacerla daño. Mientras la abrazaba, María siguió con los reproches que había hecho cuando se levantó de la cama, pero cada vez más hacía menos intentos por tratar de escapar de sus brazos. Cuando paró de recriminarle el varazo y se calló sollozando, Guillermo la besó. Primero la besó en la frente, después en cada una de sus mejillas y terminó con un beso en la boca. En ese momento María estaba empapada, todo su cuerpo era una mezcla de sudor, lágrimas y excitación. Temblaba como si fuese un volcán en erupción.

“No hemos terminado, todavía quedan cuatro”, le dijo Guillermo cariñosamente mientras le seguía abrazando. “Pero suaves, si no me voy”, respondió ella en el mismo tono.

Él la volvió a colocar sobre la cama en la misma postura y le dijo en un tono más imperativo, “¿Tu crees que vas a decidir si son suaves o no?”, y sin darla tiempo a contestar, “¡zas!”, le dio otro fuerte varazo, aunque mucho menos intenso que el segundo. Esta vez María no se levantó, simplemente grito con un hilito de voz “nooo”, mientras retorcía su cuerpo y mordisqueaba la almohada y se llevaba las manos a sus glúteos, como ya había hecho en el segundo. Esta vez Guillermo no la dejó estar mucho rato con las manos en sus nalgas y se las apartó con la vara, “¡vuelve a abrazar la almohada y saca las manos de ahí!”.

El cuarto, quinto y sexto fueron menos fuertes que el segundo y tercero, aunque más intensos que el primero, ya que mientras que el primero no había dejado ninguna marca en su piel, el resto sí.

Cuando Guillermo terminó, no le dijo nada, se marchó al salón y la dejó sollozando. Él deseaba ver cuál sería la reacción de María y confirmar si iba a actuar como él esperaba. Así fue, en lugar de esperar sus órdenes, María fue directamente donde estaba él.

“Perdóname por todo, mi amo”, dijo mientras esbozaba una sonrisilla picara. Mientras lo decía se quitó el sujetador dejando a la vista sus magníficos pechos.

Estaba claro que María estaba tan excitada que deseaba que Guillermo comenzase a darle las instrucciones pertinentes, “ponte de rodillas y chúpala”, etc. La verdad es que él estaba igual o más excitado que ella, pero no quería que se saliese con la suya en ningún momento. Apagó la televisión y fue hacia ella. La volvió a abrazar y a besar. Incluso acarició de nuevo sus nalgas mientras le preguntaba si le dolía mucho. Ella debió de creer en ese momento que se iba a salir con la suya y que él iba a comenzar a disfrutar de ella, que iba a jugar con su cuerpo en todos los sentidos. María creyó confirmar ese pensamiento cuando Guillermo comenzó a desnudarse y se quedó en calconcillos.

“¡Vamos a darnos una ducha!”, le dijo Guillermo mientras la cogía de la mano, la llevaba al cuarto de baño y abría la mampara. Durante la ducha, Guillermo no dejó que María tocase nada, la enjabonó el mismo y aclaró su cuerpo tocando todos sus rincones, incluso los más íntimos con su mano. María era una sumisa muy inteligente y no intentó moverse; ni siquiera intentó tocar el miembro de Guillermo, que en ese momento estaba excitadísimo. Guillermo la sacó de la ducha y secó su cuerpo con la toalla.

UN DURO FIN DE SEMANA V

Historia de O

“¡Ahora te vas a poner el sujetador y el vestido, las bragas todavía no y vas a venir a la cocina!”. María miró a Guillermo extrañada, pero obedeció. Cuando entró en la cocina llevaba las bragas en la mano y él le ordenó que las dejase sobre la encimera y que pusiese de nuevo las manos sobre la nuca. Guillermo volvió a subir el vestido de María, remangó un poco la parte de abajo del mismo y pasó sus dedos sobre sus labios vaginales. Le introdujo un par de dedos y María gimió de placer.

Guillermo había guardado en el bolsillo de su americana un artefacto muy original: un diminuto vibrador huevo, un poco más grande, pero de la misma apariencia que un tampón.

Guillermo se colocó detrás de María y le ordenó que doblase un poco las rodillas. Ella obedeció y el le colocó el consolador con la vibración ya activada. María gimió de placer, pero seguía pensando que era un juego previo a hacer el amor. Guillermo colocó de nuevo a María las bragas blancas y le ordenó que acicalará el vestido al tiempo que le decía “Ahora sí podemos irnos a realizar la visita prevista”.

María miró a Guillermo horrorizada. El consolador le daba mucho placer, pero ir por ahí en público, que se le notase que andaba raro, que la gente pudiese oír el zumbido, o que viese que ella andaba raro, debilitada y con unos ojos saltones, era demasiado. Ella no sabría si iba a poder soportarlo, aunque le excitaba sobremanera. Por eso no dijo nada. Puede ser que pensase que Guillermo no la iba a hacer llevar aquello mucho rato. Puede ser que pensase que le iba a dejar quitárselo. También puede que la situación le resultase atractiva y que, al no conocerla en Madrid, le importase bien poco lo que pensase la gente.

Bajaron en el ascensor. Como el coche estaba cerca del portal no le costó mucho meterse en él. Guillermo le abrió la puerta del acompañante para ayudarla y cuando se sentó con dificultad, él se agachó y la volvió a besar en la boca. María sonreía, hacía muecas de placer y molestia. No dijo nada en el trayecto y, durante la visita, Guillermo le susurró “pareces el anuncio de las muñecas de famosa”, ante lo que María rió levemente al tiempo que se mordía con los dientes la comisura de sus labios. Hubiese deseado reír a carcajadas, pero no podía.

En un momento de la visita, María preguntó a Guillermo si le daba permiso para ir al baño. Él le dio permiso. María sabía perfectamente que tenía que regresar a su lado con el consolador puesto, ya que, aunque pudiese disimular el paso, Guillermo tendría ocasiones de comprobar si lo llevaba. Tardó un rato en volver y cuando llegó hacía él, le susurró al oído que la perdonase por tardar pero que después de hacer pis había tenido que descansar un momento de los orgasmos que le producía caminar con eso puesto. Guillermo, ante esas palabras, la volvió a besar.

Tiempo después, María confesó a Guillermo que ella pensó que él la dejaría quitarse en algún momento previo a la visita ese “aparatito”. Guillermo era consciente de que si hubiese permitido a María quitarse el vibrador, no habría conseguido otro de los objetivos de un amo, alguna demostración pública o semipública en la que la propia María reconociese que él le tenía dominada. Guillermo no lo había hecho por castigo u otro motivo, sino simplemente por ver la excitación que ese reconocimiento iba a producir en María; como así fue.

Como era la hora de comer, Guillermo se dirigió hacía el restaurante de la primera noche. María entendió sus intenciones y se pasó la comida callada y mirándole mientras sonreía.

Cuando salieron del restaurante fueron de nuevo a su casa. Guillermo volvió a aparcar cerca del portal. Cuando entraron en el descansillo del portal, él dejó intencionadamente que María se adelantase un poco y se dirigiese al ascensor. La agarró suavemente por la cintura, no necesitaba hacerlo ya con fuerza a esas alturas y le dijo “apóyate en mi, porque vamos a subir por las escaleras”. No le contestó y se dejó llevar. Cuando alcanzaron su piso, el tercero, María prácticamente ya no se tenía en pié de los orgasmos que había tenido. Estaba medio desmayada de placer. Él la llevó a la habitación, le quitó el vestido, le quitó las bragas, le quitó el consolador, le volvió a poner las bragas, abrió la cama, metió en ella a María y le susurró al oído “descansa un rato”. María se quedó profundamente dormida.

UN DURO FIN DE SEMANA VI

Tres años después

María regresó a Barcelona después de ese primer encuentro, convencida como Guillermo de que sus siguientes encuentros no serían iguales, ya que por mucho que se sea original, se termina cayendo en una cierta monotonía, pero también convencida de que si aceptaba otros encuentros tenía que obedecerle. Ella era libre de decidir si quería verle de nuevo o no, pero si lo aceptaba era con todas sus consecuencias. Creo que es una de las pocas satisfacciones que tienen los amos, aquellas sumisas que deciden volver a un amo saben perfectamente que el amo les puede exigir, ordenar y utilizar como quiera y que ellas lo aceptarán sin condiciones. Si no aceptan ese papel, ellas mismas decidirán no volver a ver a ese amo.

Durante unos meses María pasó en Madrid un par de fines de semana y Guillermo se desplazó a la ciudad condal en otra ocasión.

Guillermo había comentado a María que no le iba a llamar por teléfono y que si ella decidía verle de nuevo en Madrid debería llamarle con cierta antelación. Un buen día María no llamó más a Guillermo. Él se enteró por una persona de Barcelona que María había comenzado a salir con un chico, por lo que supuso que había encontrado otro amo en su ciudad.

Pero un buen día, pasados tres años, María llamó a Guillermo. Le comentó que iba a venir a Madrid por motivos de trabajo un miércoles y le preguntó si podía quedar a tomar algo. Quedaron para comer en un restaurante. María estaba feliz, le contó que se había casado y que era muy feliz. Guillermo preguntó a María si su marido conocía sus gustos de dominación y ella le respondió que no. María preguntó a Guillermo qué tal estaba y si tenía alguna sumisa bajo su tutela en esos momentos. Él le contestó que no. Entonces, María le confesó que, aunque era muy feliz, de vez en cuando echaba de menos la dominación y que estaba dispuesta a quedar con él para una sesión si venía a Madrid por motivos de trabajo; eso sí con la condición de que no la vara no le dejase ninguna marca profunda que durase horas.

Guillermo le contestó que no estaba dispuesto a aceptar esas condiciones y le sugirió que poco a poco le fuese contando a su marido sus gustos; que si la quería lo iba a comprender y el mismo podría convertirse en su amo. Le dijo que lo había pensando muchas veces, pero que no sabía si se iba a atrever.

Se despidieron y no se volvieron a ver más.

Guillermo anhela todavía que María haya confesado sus gustos a su marido y que este los comparta.