martes, 24 de febrero de 2009

UN DURO FIN DE SEMANA IV

La sesión

La noche de su llegada, María ya había conocido la casa de Guillermo en una visita muy rápida.

No obstante, cuando llegó el momento de la sesión, Guillermo había preparado su casa de tal forma que ella sabría que había llegado el momento. Simplemente, había hecho la cama y había dejado la vara de ratán sobre la misma. Además, había puesto una de las sillas del comedor en medio de la habitación que le servía de despacho, la misma en que tenía el ordenador.

Llegaron a su casa y Guillermo logró aparcar en la calle, justo al lado del portal. María sabía que Guillermo tenía el garaje cerca de su casa y, si él lo hubiese guardado en el mismo, María hubiese sospechado que la estancia iba a ser más larga de lo que esperaba. Cuando salieron del coche, María bromeó diciendo “¿no será este el momento?, porque sería patético por tu parte”. “Esa frase la dirías en cualquier momento en que vengamos aquí”, “así que no voy a perder el tiempo en contestarte”, le respondió él.

“Espérame en la cocina mientras voy a buscar lo que nos tenemos que llevar”, le dijo Guillermo cuando entraron en el recibidor. “María, ven aquí un momento”, le dijo. Guillermo había entornado la puerta de su habitación para que no pudiese ver la vara encima de la cama, aunque realmente no valió de mucho, ya que cuando María vio a Guillermo sentado en la silla en medio del despacho supo que había llegado el momento.

Sin dar tiempo a Guillermo a decir nada, María comenzó a protestar, “pero, ¿qué he hecho?, si te he obedecido en el hotel y no he hecho nada”. “¡Vuelve a poner las manos en la nuca!”, le ordenó él. “¡No!”, se negó ella, “si me vas a dar la azotaina, dámela ya, pero no tienes ningún motivo”. ¡Te he dicho que pongas las manos en la nuca!, volvió a repetir Guillermo esta vez en un tono muy enfadado. Esa vez ella obedeció. Estaba claro que no era el momento que más le apetecía a María porque sabía que se iba a perder una de las visitas culturales que tenían planeadas, pero ella en el fondo se sentía excitada porque no había podido prever el momento y sentía doblegada su voluntad a la de él.

Guillermo le realizó a María varias preguntas sobre qué opinaba de una serie de reacciones suyas con respecto a él, tanto durante el tiempo que llevaban juntos ese fin de semana, durante las dos horas que duró su primer encuentro, y también sobre una serie de frases contenidas en los correos electrónicos que se había intercambiado. María no supo contestarle, ni probablemente quería darle ninguna explicación convincente, ya que sabía que lo había hecho a propósito para molestarle.

“María, ¡baja los brazos y ven aquí a mi costado!”. María se puso al lado derecho de Guillermo y con la mirada cabizbaja no quiso ni siquiera mirarle a los ojos. Guillermo cogió la mano de María con su mano y apoyó la otra en la espalda de ella para ayudarla a inclinarse al tiempo que le ordenaba “¡sobre mis rodillas!”.

Cuando Guillermo la tuvo bien colocada sobre sus rodillas, le subió el vestido por encima de las nalgas. Él no le dijo nada más, ni frases como “entiendes que te tenga que castigar”, “has sido una niña mala”, ni otras frases hechas que se dicen en una relación maestro-alumna o amo-esclava como se suele decir. Ya le había relatado la lista de incorrecciones que ella había cometido; así que Guillermo le preguntó sin mas: ¿estás preparada?. Él no esperaba de María una respuesta positiva o negativa, ya que su pregunta era también una frase hecha, pero María se apresuró a responderle que sí. “Sí, ¿qué?”, le preguntó Guillermo enfadado. “Sí, mi maestro”, respondió ella. “¡Plas!, ¡plas!, ¡plas!...”, aun con la bragas cubriéndole sus nalgas, Guillermo le propinó unos buenos azotes.

Guillermo paró de azotar a María todavía con las bragas blancas puestas a los cinco minutos. Su mano y las nalgas de ella, a pesar de no haber sido muy duros esos primeros cinco minutos, necesitaban un descanso. La mano de Guillermo descansó unos segundos abierta sobre sus bragas y, después, sus dedos jugaron durante casi un minuto con los bordes de la prenda interior de María. Casi a continuación ya con la mano entera, Guillermo apretó, casi amansándole, los glúteos de ella.

María pensó que ese era el momento en que Guillermo le iba a bajar las bragas y sintió una gran excitación. Pero no fue así. Después de dar un respiro a su cansada mano, él prosiguió con los azotes con las bragas puestas, “¡plas!, ¡plas!, ¡plas!...”, esta vez un poco más fuertes.

“¡María, ponte en pié!”, le ordenó Guillermo. “¡Ahora, cara a la pared y con las manos en la nuca”, le indicó. Él se levantó de la silla, ya que le empezaba a cansar la posición y fue a la cocina a beber un vaso de agua. “¡Ni se te ocurra moverte!”, le ordenó desde la cocina.

Cuando Guillermo volvió al despacho, se dio cuenta de que el vestido de María había caído sobre sus piernas más de lo debido. Ella lo había bajado. Él no le dijo nada, ni la recriminó por ello. Le subió el vestido y, de la misma forma que había hecho en el hotel pero esta vez más fuerte, le propinó unos cuatro o cinco azotes de pié, intercambiando esta vez un azote en cada una de las nalgas de María.

Durante el tiempo que llevaban de sesión, María no había llorado, ni siquiera había protestado mucho, tal vez algún gemido. Sin haber soltado todavía una lagrima, tenía, eso si, los ojos acuosos en una mezcla de dolor, humillación, excitación y placer.

Guillermo se volvió a sentar sobre la silla y ordenó a María que se diese la vuelta. “¡Ahora entrégame tus bragas!”, le ordenó. María se quedó dudando unos segundos sobre qué significaban esas palabras, pero reaccionó rápidamente sacándoselas con prisas, agachándose a cogerlas, y alargando su brazo para entregárselas. “¿Tu te crees que se entregan de esa forma, arrugadas?”, preguntó él. “¡Perdón!, ¡perdón!”, respondió María. “¡Vuelve a entregármelas como es debido!”, le dijo él mientras le devolvía su prenda interior. María las dobló con delicadeza y cuando se las iba a dar de nuevo, Guillermo le ordenó que las dejase sobre un pequeño mueble auxiliar que tenía en el despacho. Cuando había acabado esta tarea él le ordenó que se colocase de nuevo sobre su regazo.

Durante los pequeños paréntesis de la tercera tanda de azotes, María estaba excitadísima y se estremecía cada vez que la mano de Guillermo le acariciaba porque él se iba acercando a proposito, sin tocarlas, a sus zonas intimas para demostrar a María que él tenía el control y que María se diese cuenta de que ella no decidía cuando quería gozar, sino la mente y la voluntad de Guillermo.

Cuando Guillermo se cansó de azotar sus nalgas desnudas, le ordenó que se levantase. “¡María, vete al cuarto de baño, abres el mueble que hay debajo del lavabo y encontrarás una cesta con unos cepillos del pelo, trae el que tiene el mango de madera!”. En ese momento María ya había soltado más de una lágrima, pero no había vuelto a revelarse desde el comienzo de la sesión. Sin embargo, esta vez María si volvió a protestar, aunque sin la energía de la primera vez, casi sin convicción. Cuando volvió después de haberle obedecido, María dijo: “No, con el cepillo no, por favor”. No le valió de nada, Guillermo volvió a ponerla sobre sus rodillas y le aplicó unos cuantos golpes con el mango de madera del cepillo. No fueron muchos, pero justo los suficientes para incrementar el rojo de sus nalgas hasta el nivel que él deseaba.

Cuando terminó la tanda de cepillo, le ordenó que se pusiera de pié y que se quitase el vestido. Ella obedeció velozmente.

“¡María!, la única elección que puedes hacer en esta sesión es la postura en la que vas a recibir los azotes con la vara”, le dijo Guillermo al tiempo que comenzaba a describirle tres de las posturas típicas para que ella eligiese. María no eligió ninguna, respondió a Guillermo que era su obligación de sumisa aceptar la que él prefiriese. En ese momento, Guillermo fue claramente consciente de que ella estaba completamente entregada a su voluntad y de que había alcanzado su objetivo en la educación de María. No obstante, Guillermo sabía perfectamente que con esas palabras María pretendía que él eligiese la postura donde los varazos fuesen más llevaderos y que no se los aplicase con fuerza; es decir, que él fuese benévolo. Guillermo colocó unos cojines altos sobre la cama de su dormitorio y ayudó a María a colocarse estirada en la misma y con los cojines debajo de su estomago, casi en su pubis. Le puso también una almohada para que pudiese apoyar la cabeza y le ordenó que la abrazara, que la mordiese si el dolor era muy fuerte.

“¿Estás preparada?”, le preguntó. Esta vez ella dijo un par de nos con un hilo de voz que, evidentemente, Guillermo interpreté como un sí. María le había dicho previamente por correo electrónico que no entendía la dominación como dolor y que lo de la vara no creía que le fuese a convencer, aunque todo era cuestión de probarlo.

Dejó pasar unos segundos y, “¡Zas!”; el primero se lo aplicó muy suave, mediante un leve movimiento de su muñeca hacía abajo para hacer que la vara casi cayese por su propio peso. Este primer varazo no dejó sobre la piel de María ni siquiera una leve marca. Guillermo le había recordado a María, aunque ella lo sabía, que la intensidad no iba a depender del orden numérico y que los más duros podrían llegar antes o después. “¡Zas!”, en el segundo Guillermo utilizó todo el brazo de arriba abajo con una fuerte intensidad que laceró las nalgas de María después de que ella las hubiese contraído un poco al oír el silbido previo. “¡Aaahhh!”, ¡ese ha dolido mucho!, ¡eres un sádico!, ¡esto no es lo que habíamos acordado!, ¡me voy!”, dijo María llorando mientras pegaba un salto de la cama y se ponía en pié para intentar salir de la habitación con la intención de ponerse su ropa y marcharse. Guillermo la paró bruscamente y la abrazó intensamente. Ella intentó escabullirse y no pudo. Guillermo la abrazaba con fuerza, pero sin hacerla daño. Mientras la abrazaba, María siguió con los reproches que había hecho cuando se levantó de la cama, pero cada vez más hacía menos intentos por tratar de escapar de sus brazos. Cuando paró de recriminarle el varazo y se calló sollozando, Guillermo la besó. Primero la besó en la frente, después en cada una de sus mejillas y terminó con un beso en la boca. En ese momento María estaba empapada, todo su cuerpo era una mezcla de sudor, lágrimas y excitación. Temblaba como si fuese un volcán en erupción.

“No hemos terminado, todavía quedan cuatro”, le dijo Guillermo cariñosamente mientras le seguía abrazando. “Pero suaves, si no me voy”, respondió ella en el mismo tono.

Él la volvió a colocar sobre la cama en la misma postura y le dijo en un tono más imperativo, “¿Tu crees que vas a decidir si son suaves o no?”, y sin darla tiempo a contestar, “¡zas!”, le dio otro fuerte varazo, aunque mucho menos intenso que el segundo. Esta vez María no se levantó, simplemente grito con un hilito de voz “nooo”, mientras retorcía su cuerpo y mordisqueaba la almohada y se llevaba las manos a sus glúteos, como ya había hecho en el segundo. Esta vez Guillermo no la dejó estar mucho rato con las manos en sus nalgas y se las apartó con la vara, “¡vuelve a abrazar la almohada y saca las manos de ahí!”.

El cuarto, quinto y sexto fueron menos fuertes que el segundo y tercero, aunque más intensos que el primero, ya que mientras que el primero no había dejado ninguna marca en su piel, el resto sí.

Cuando Guillermo terminó, no le dijo nada, se marchó al salón y la dejó sollozando. Él deseaba ver cuál sería la reacción de María y confirmar si iba a actuar como él esperaba. Así fue, en lugar de esperar sus órdenes, María fue directamente donde estaba él.

“Perdóname por todo, mi amo”, dijo mientras esbozaba una sonrisilla picara. Mientras lo decía se quitó el sujetador dejando a la vista sus magníficos pechos.

Estaba claro que María estaba tan excitada que deseaba que Guillermo comenzase a darle las instrucciones pertinentes, “ponte de rodillas y chúpala”, etc. La verdad es que él estaba igual o más excitado que ella, pero no quería que se saliese con la suya en ningún momento. Apagó la televisión y fue hacia ella. La volvió a abrazar y a besar. Incluso acarició de nuevo sus nalgas mientras le preguntaba si le dolía mucho. Ella debió de creer en ese momento que se iba a salir con la suya y que él iba a comenzar a disfrutar de ella, que iba a jugar con su cuerpo en todos los sentidos. María creyó confirmar ese pensamiento cuando Guillermo comenzó a desnudarse y se quedó en calconcillos.

“¡Vamos a darnos una ducha!”, le dijo Guillermo mientras la cogía de la mano, la llevaba al cuarto de baño y abría la mampara. Durante la ducha, Guillermo no dejó que María tocase nada, la enjabonó el mismo y aclaró su cuerpo tocando todos sus rincones, incluso los más íntimos con su mano. María era una sumisa muy inteligente y no intentó moverse; ni siquiera intentó tocar el miembro de Guillermo, que en ese momento estaba excitadísimo. Guillermo la sacó de la ducha y secó su cuerpo con la toalla.

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